sábado, 29 de marzo de 2008

La lección sobre España de don Rodrigo Ximénez de Rada

Don Rodrigo Ximénez de Rada es una de las figuras más egregias de la historia de España. Me gustaría pensar que no es desconocido. Nacido en Puente La Reina (Navarra), fue el ideólogo de la Cruzada que condujo a la victoria de Las Navas, y el organizador de la logística de la expedición. Defendió el primado de la Iglesia de Toledo y puso la primera piedra de su catedral. Autor de ‘De Rebus Hjispaniae’, donde desarrolla el principio gótico impulsor de la Reconquista, fue un ardiente defensor de la unidad de España. En mi novela histórica ‘Héroes’ (Editorial Martínez Roca) le he rendido emocionado homenaje. El siguiente extracto escenifica una letio en el Studium Generale de Palencia –la primera Universidad española- en la que se resumen párrafos de su ‘Hechos de España’. Su amor a España es buen alimento para nuestro patriotismo:

El primado quiso captar la atención de la audiencia, en la que algunos parecían haber perdido el hilo o relajado su interés.
- ¿Cómo pueblo tan glorioso, de historia llena de proezas, pudo ser vencido por los moros?
Era, desde luego, una pregunta inquietante y desasosegadora, que todos se habían hecho alguna vez. Así que aprestaron sus oídos a escuchar.
- ¡Ah! hubieron de darse cita la más vil traición y la más terrible división del reino. El reinado de Witiza atrajo la cólera de Dios, pues el criminal, ante el termor a que pusieran coto a sus maldades y apartaran al pueblo de su obediencia, ordenó a todos los clérigos que tuvieran a las claras tantas mujeres y concubinas como les apeteciera y que no se atuvieran en nada a las disposiciones de Roma, que prohibe tales cosas. Fue tal la tromba del desbordamiento de los pecados, que la fortaleza de los godos se encontraba ya casi ahogada por las aberraciones. Esparció la altanería sobre el poder, la indiferencia sobre la religión, el enfrentamiento sobre la paz, la lujuria sobre la riqueza, la indolencia sobre la diligencia, hasta el punto de que tal como obraba el pueblo, así también el sacerdote, y como los pecadores, así también el rey.
Debía entrarles en aquellas molleras que todo reino alejado de Dios estaba llamado a sucumbir, que nada más provechoso para la salud del reino que la virtud de sus sacerdotes, pues muchos de sus oyentes recibirían algún día las órdenes mayores. No sólo el pecado había sido la causa, también la división, siempre, su peor fruto.
- Como el Señor quiso doblegar la gloria de los godos, se introdujo Satanás en la ficticia paz de Witiza. Había un hijo adolescente del anterior rey, estimado por todos por su benignidad, buena apariencia y atractiva forma de ser. Temiendo que un joven de tan buenos augurios pusiera sus miras en el trono, le persiguió. Enemigo de las disposiciones sagradas, nombró a su hermano Oppa, obispo de Sevilla, sin estar vacante. Fueron tales los desmanes que Rodrigo, a quien Witiza pretendió cegarle, se levantó a las claras, le capturó y, tras echarlo del reino, consiguió para sí el trono por elección. Rodrigo era avezado en la guerra y resuelto en las decisiones, mas en su forma de ser no difería de Witiza, pues en los comienzos de su reinado obligó a exiliarse a Sisberto y Eba, hijos de aquél, luego de provocarlos con afrentas y desplantes.
Mas si así estaban las cabezas, era porque también el pueblo, en su conjunto, había decaído, sin guerras nobles, entretenidos en conjuras palaciegas, demasiadas muertes entre hermanos a espada traidora. Don Rodrigo dio un puñetazo en el atril que sobresaltó a los oyentes. No era para menos.
- La derrota no hubiera sido posible sin don Julián. Tuvo en ello culpa don Rodrigo, no hay que negarlo, pues existía la costumbre de que hijos e hijas de los nobles se criaran en el palacio del rey. La hija del conde sobresalía por su belleza entre las demás. Don Julián, veterano en el ejército, conde de la guardia, pariente y amigo de Witiza, marchó a una embajada a África, y mientras tanto don Rodrigo violó a su hija, con la que estaba prometido en matrimonio, mas, a lo que se ve, no pudo esperar y forzó su virtud. Otros dicen que violó a la madre, esposa de don Julián, lo cual tiene más sentido para la venganza. Fuera como fuera, causó la funesta ruina de Hispania. Al regresar, cuando se enteró del estupro, viéndose sin honra, ocultó su dolor simulando alegría, y en pleno invierno navegó hasta Ceuta, donde dejó a buen recaudo esposa, hija y enseres, y allí mantuvo una entrevista con los árabes. Poseía el conde, Algeciras desde donde había infringido severos correctivos a los árabes, mas ahora les dejó la entrada franca. Se alió con un príncipe de ellos, llamado Muza, quien envió a su lugarteniente Tarif, con cien jinetes y cuatrocientos infantes africanos. Pasaron el mar en cuatro naves el 91 de los árabes, en el mes llamado del Ramadán. Y ésta fue la primera llegada, atracando en Tarifa. Lograron abundante botín y saquearon otros lugares de la costa. La pobre Hispania comenzó en ese mismo instante a ser desgarrada al brotar de nuevo los desastres de la antigua desgracia.
Pecado, molicie, guerra, división, traición, he ahí las causas que habían de tenerse siempre presentes. Por eso él había luchado con tanto denuedo contra la pretensión segregadora de Tarraco, ¡reclamando la herencia de los primeros invasores!
- Julián regresó soberbio ante Muza junto con los árabes que había guiado. Éste envió a Tárik Avanciet, que era bizco, con doce mil soldados, aconsejándole que mantuviera la amistad con el conde felón. Se reunieron en Gibraltar –hoy nombran Gebel Taric, pues en árabe gebel significa monte-. Envió a su encuentro don Rodrigo fuerzas al mando de un sobrino suyo, llamado Iñigo, que tantas veces como les presentó batalla, otras tantas fue vencido y, por fin, muerto. A la vista de los triunfos, Muza mandó refuerzos. Por su parte, Rodrigo, luego de reunir a todos los godos, salió al paso de los árabes. Era conducido con una corona de oro y un traje recamado con el mismo metal, en un lecho de marfil, tirado por dos mulas, tal y como exigía el protocolo. Y habiendo llegado al río Guadalete, cerca de Jerez, se luchó sin interrupción durante ocho días, pereciendo hasta dieciséis mil del ejército de Tarik. Mas ante el insistente empuje del conde Julián, y de los godos que estaban con él, fueron desbordados los cristianos, que volviendo grupas perdieron la vida en una huida sin esperanza. Los dos hijos de Witiza, que comandaban las alas, se habían entrevistado la noche anterior con Tarik, y en lo más reñido del combate se pasaron al enemigo, pues les había prometido que les devolvería todo lo que había pertenecido a su padre. Y así aquel pueblo, a quien se había rendido Asia y Europa, fue doblegado por los árabes.
Era preciso grabar en el alma de aquellos bachilleres el odio al traidor. ¿No había luchado en Alarcos con los moros Pedro Fernández de Castro, repitiendo la abyecta traición? La atronadora voz de don Rodrigo se elevó por las pilastras del salón y recorrió los altos techos.
- ¡Maldita la obcecación de la impía locura de don Julián y la crueldad de su rabia, maniático por su ceguera, olvidado de la lealtad, descuidado de la religión, desdeñador de la divinidad, cruel contra sí mismo, asesino de su señor, enemigo de los suyos, aniquilador de su patria, culpable contra todos! ¡Que su recuerdo amargue cualquier boca y que su nombre se pudra para siempre!
- ¡Maldito y mil veces maldito! –refrendó uno de los presentes, al que don Rodrigo miró complacido, por el efecto producido por su discurso.
Mas ellos no eran hijos de la derrota, ni habían sido abandonados por la Providencia, sino que eran los continuadores de un designio salvífico de Dios, que hundía sus raíces en la santa cueva de Covadonga.
- Mientras destrozaban Hispania con tantas acometidas. Dios todopoderoso quiso preservar bajo sus ojos a Pelayo como pequeña ascua. Refugiado en Cantabria, huido de Witiza, que quiso sacarle los ojos, al oír que el ejército cristiano había sucumbido y que los árabes campaban por sus respetos, tomó consigo a su hermana y se dirigió a Asturias, para poder mantener en sus escarpaduras al menos un pequeño rescoldo de la Cristiandad. Allí llevaban los más fieles las santas reliquias, como la casulla de San Ildefonso, que de su propia mano bordada le entregó Santa María por la defensa que el obispo hizo de su virginidad.
Era preciso que ellos sintieran, como Pelayo y como él, la pasión y el amor a Hispania.
- Había por la parte de Gijón un gobernador Munuza, cristiano que servía a los moros, quien, seducido por la belleza de la hermana de Pelayo, fingió trabar amistad con él, y aprovechando una embajada de éste a Córdoba, pues no se rebeló de inmediato, raptó a la hermana y se desposó.
De una traición vino la pérdida, de una lealtad, la salvación.
- A su vuelta, sin reconocer el oprobio, la rescató. Munuza pidió auxilio a sus aliados, informándoles de la rebelión. Acudió un fuerte ejército, con Alkama, lugarteniente de Tarik, y Oppa. Pelayo, al conocer su llegada, se refugió en una cueva de la ladera del monte Auseva, rodeada, como por obra divina, por roca inexpugnable, segura ante cualquier ataque. Alkama y Oppa, tras algunas operaciones de castigo, fueron a acampar al pie de la cueva. Y allí el arzobispo felón increpó a Pelayo: “Tú mismo sabes cuan grande fue la gloria de los godos en las Hispanias y que, aunque siempre resultó invicta contra los romanos y los pueblos bárbaros, ahora llora vencida por decisión de Dios. ¿En qué, pues, confías para que, encerrado en una gruta con muy pocos hombres, intentes oponerte a los árabes, a los que todo el ejército godo bajo un solo rey no pudo hacerles frente?” A lo que Pelayo respondió: “Aunque, en ocasiones, Dios golpee a sus hijos, sin embargo no los abandonará para siempre. Sabes perfectamente, obispo Oppa, de qué manera tú y los hijos del rey Witiza desatasteis, junto con el conde Julián, la ira del Altísimo por causa de vuestros crímenes, razón por la que sobrevino la ruina del reino godo. Y llora la Iglesia, completamente huérfana, por sus hijos muertos y desaparecidos, y no puede consolarse mientras no lo esté el Señor. Mas a cambio de este pequeño y pasajero exterminio nuestro, la Iglesia pondrá sus cimientos para resurgir; y yo, confiando en la misericordia de Jesucristo, no temo en absoluto a esa muchedumbre con la que vienes”. Oppa se volvió a los árabes y les dijo: “He dado con un hombre obcecado, sólo queda luchar”.
Don Rodrigo contempló, con satisfacción, como, con el decisivo diálogo, había cautivado la atención de los presentes. Hora era de ensalzar la gracia de Dios con quienes eran fieles a sus designios.
- Alkama ordenó a los honderos, arqueros y lanceros batir con intensidad la entrada de la cueva. Mas luchando, misericordiosamente, la mano de Dios en favor de los suyos, piedras, flechas y dardos se volvían hacia atrás, causando la muerte de los que los lanzaban; y así, muertos por disposición divina casi viente mil árabes, los demás andaban desconcertados como en medio de un huracán. Cuando Pelayo lo observó, alabando el poder de Dios y reafirmado en su espíritu de fortaleza, salió con los suyos de la cueva y dio muerte a Alkama, tomó prisionero a Oppa. Mató a la mayor parte de los árabes y a otros, en su retirada, los acuchillaban los cristianos que habían quedado fuera de la cueva. Y los que se escaparon, cuando marchaban por una cornisa del monte, se derrumbó ésta y se despeñaron a la corriente del Deva, reproduciéndose el milagro del ahogamiento de los egipcios, pues ese día quiso Dios que la victoria fuera completa.
La emoción era intensa cuando don Rodrigo concluyó su letio y un cerrado aplauso le confirmó al arzobispo que había cumplido con creces su objetivo. Les había transmitido la pasión de la que su corazón y su mente desbordaban. Era historia inacabada, en la que a ellos tocaba escribir las próximas hojas. Don Rodrigo se ensimismó, mientras el aplauso no aflojaba, orando por la victoria de las armas cristianas en la próxima contienda.

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