miércoles, 26 de marzo de 2008

Extracto de la novela histórica 'Héroes'

Reproduzco a continuación un extracto de mi novela histórica 'Héroes' (Editorial Martínez Roca). La escena narra una razia musulmana en la somosierra segoviana. Los cristianos se refugian en la Iglesia, que sirve de fortaleza. 'Héroes' describe la movilización de los reinos cristianos que conduce a la decisiva victoria de Las Navas de Tolosa.

Sonaron alocadas e imperiosas las campanas de la Iglesia de La Cuesta tocando a rebato. La señal convenida cuando los agarenos venían en algara, dispuesto a cortar cabezas y quemar cosechas. Montó raudo en su caballo y lo espoleó. Tenía un mal presagio y se enfureció con la montura pareciéndole que no daba de sí la premura que requería el momento de peligro. Eran las lomas de vertiente pronunciada y ni tan siquiera se veía, ni en las hondonadas ni en las crestas, el tejadillo del campanario. ¿Habría tenido tiempo Araceli de guarecerse? ¿Habría visto las fogatas de las torres o acaso, escardando en el huerto, a espaldas de la casa, había sido sorprendida por el repicar de campanas? Era éste cada vez más premioso, como si los sarracenos hubieran ya entrado a sangre y a fuego en la aldea. Además, su casa estaba algo apartada y la Iglesia, en sus funciones de vigía y fortaleza, tan decisivas, complementarias al culto a Dios, se elevaba en un elevado promontorio, desde el que se divisaba con nitidez toda la sierra a la redonda, mas cuyas laderas eran dificultosas de subir andando, así que corriendo hacían faltar el resuello. ¿Cómo sería capaz de subir por ese desnivel con su avanzada preñez y con una niña de algo más de un año, que apenas si sabía andar? ¿Habría traído a Araceli a estas peligrosas tierras de frontera para que muriera bajo el filo de las cimitarras? Le daba de puñadas en el cuello a la montura y le golpeaba en los talones para que corriera más rápido, mientras las campanas parecían haber enloquecido en su repique angustioso.
Descrestó el último collado desde el que se divisaba sin obstáculo la aldea. Las gentes corrían, azoradas, hacia la Iglesia y entraban por su portón como corderos en aprisco. No se veían casas ardiendo y eso alentó su esperanza, animando con gritos a su caballo. Ahora iban ladera abajo y parecían volar. Enfiló hacia su casa y se tiró en plena cabalgada, trastabilló, se levantó, entró. Estaba vacía. Quizás Araceli estaba ya en el refugio de la Casa de Dios, quizás estaba a media ladera, jadeando por coronarla, quizás aquella excitación podía haberla dañado en su embarazo y haberla puesta de inoportuno parto. Pensaba, rezaba y temía, al tiempo que actuaba. Cogió su espada, su arco y su carcaj, colgados al lado de la puerta, asió por las bridas al caballo y volvió a montar, recorriendo el terreno que le pareció más recto, pues fuera de las casas no existía camino hollado. Se topó con algunas aldeanos rezagados que iban acarreando su ganado, temerosos de su ruina, quienes no le supieron dar señales de Araceli. Alguna mujer nerviosa se caía y gimoteaba. Ayudó a levantarse a más de una y recomendó, inútilmente, que salvaran la vida y se olvidaran de sus bestias. Tomó a un niño que lloraba como abandonado y lo subió como una pluma, poniéndolo delante de él. El caballo bufaba en los últimos tramos de la loma y subía a saltos, hincando las pezuñas en la arena. Cuando coronó y el caballo, exhausto, se paró a respirar en la explanada, entre el ensordecedor tam-tam de las campanas le llegó el eco de voces amenazadoras en lengua extraña. ¡Iaaa!, le gritó a su montura, y dándole en las ancas con las bridas, le hizo entrar en la Iglesia, mientras él agachaba la cabeza para no darse con el dintel.
Había dentro considerable zarabanda, mezcolanza de buenas gentes y ganado, coro de sollozos y plegarias. Paseó su mirada angustiada por aquella riada de desemperados buscando anhelante el rostro de Araceli.
- Higinio, ¿dónde estabas? ¿por qué has tardado tanto?
- ¡Oh! gracias a Dios y a su Santa Madre.
Desmontó y se fundieron en un abrazo. Luego pasó protector la mano por el pelo de su llorosa hija, para infundirla ánimos.
Subió por sus venas un ardor guerrero. No había tiempo que perder. Haciendo acopio de serenidad, cogió a los jóvenes más animosos y les ordenó que cogieran la traviesa para atrancar el portón. Seguían entrando rezagados, mientras se hacían próximos los gritos de guerra y las invocaciones de Alá akbar. Hubo que arrastrar hacia dentro a un novillo que se empeñó en atascar la entrada y se entornaron las dos hojas de la puerta para más pronto cerrar. Iban a hacerlo, porque ya se veían relucir morriones agarenos, cuando pusieron pie en la explanada, Romualdo, su esposa y su hijo, un mozo veinteañero.
- ¡Corred! ¡corred! –les apremiaban desde dentro y les daban ánimos.
A sus espaldas se veían turbantes azules y negros. Los caballos de los moros eran muy veloces, aunque de menos alzada y potencia para las cuestas.
- ¡Corred! ¡corred! –gritaban con desesperación.
Romualdo se había empeñado en salvar a su vaca, preñada, que mugía sin entender el peligro que se cernía.
- ¡Suelta a la vaca! –gritó, desesperado, Higinio, temeroso de que, al final, no fueran capaces de cerrar la puerta y entraran por ella los sarracenos perpetrando una escabechina.
El mozo pareció despertar, tiró la soga, y echó a correr. Entrado el hijo como una exhalación, pisando ya el escalón sus progenitores, se oyó el chasquido de las cuerdas de los arcos y las flechas atravesaron a los desdichados, mientras algunas más se clavaban, vibrando, en la madera del portón. Cerraron al unísono las dos hojas y cuando iban a echar la traviesa, el hijo de Romualdo intentó forcejear para salir a auxiliar a sus padres. Hubo de despedirlo Higinio de un empellón.
La Iglesia de La Cuesta, con sus sillares de caliza, era una fortaleza sólida. Tenía tres defensas. Primero, el contorno todo, con angostas aspilleras, desde las que se podía disparar, con visión más amplia y a resguardo de los atacantes. Luego, en caso de estos consiguieran entrar, el coro, desde el que se dominaba la nave. Y, por último, la torre-campanario, cuya estrecha escalera de caracol era fácil de defender por un solo hombre, pues solo podían atacar de uno en uno.
El sacerdote consumió las Sagradas Formas para que, en ningún caso, fueran profanadas. Higinio hizo que se apartara el personal no combatiente, juntando el ganado en la zona aledaña al presbiterio. Cada uno sabía lo que debía hacer. Si la puerta se venía abajo, debían correr, sólo las personas, a refugiarse en el campanario. Los varones que estuvieran en la nave subirían al coro y desde allí harían frente a los asaltantes.
Lo más urgente era evitar que derribaran la puerta con algún ariete o que la prendieran, así que Higinio subió raudo al campanario. Funcionaba éste como torre-vigía, con amplia visión, y por sus amplios vanos se podía disparar el arco, guareciéndose de inmediato tras las columnas. Higinio tenía justa fama de buen arquero y los que estaban arriba le hicieron sitio. También en los rellanos de las escalinatas había cuatro aspilleras, desde las que se podía disparar, aunque con el ángulo de tiro mermado.
Higinio echó una mirada para hacerse idea de a qué se enfrentaban. Calculó que se trataba de una partida de una treintena de muslines, sin material de asalto alguno. Una docena daba vueltas alrededor de la Iglesia, mientras el resto iba entrando casa por casa para hacerse con las pocas cosas de valor que encontraban. Media docena de lugareños que habían confiado en pasar desapercibidos, manteniéndose escondidos en sus casas, fueron pasados a cuchillo, sin atender a sus gritos de clemencia. Higinio miró hacia la sierra. Un brillo de esperanza iluminó sus pupilas. Las fogatas de las torres de señales ardían a lo largo de la media ladera perdiéndose en lontanza hacia Gallegos y Pedraza. ¿Cuánto tardarían en llegar refuerzos? ¿Estarían vivos para entonces? Se veía con claridad que otro grupo de la partida asediaba la fortaleza de Sotosalbos, sin otra finalidad que evitar que de ella saliera ningún socorro y en el vecinco Pelayos ardían como antorchas las casas y las cosechas amontonadas en las eras.
Después del saqueo, en las manos de los musulmanes empezaron a aparecer amenazadoras antorchas. Estaban lejos, mas Higinio tensó su arco y la flecha fue a clavarse en el pecho de uno de los que observaba con mirada torva la Casa de Dios. El agareno se desplomó como un fardo. Esto llenó de confusión a los sarracenos que empezaron a gritarse unos a otros y a señalar hacia lo alto del campanario, cerrando sus puños y lanzando imprecaciones. Higinio hizo que todos tensaran sus arcos y al unísono salieran a los vanos para lanzar una rociada de flechas, así lo hicieron. Acertaron a uno en una pierna y otro cayó con el cuello atravesado.
Los muslines echaron la mayoría pie a tierra y una pequeña nube de flechas subió silbando hacia el campanario, mas los defensores ya se habían guarnecido y las saetas rebotaron en la piedra o se perdieron en el aire. Por las aspilleras, animados por el ejemplo de los situados en la torre, también empezaron a disparar, sin mucho éxito, mas generando suficiente confusión entre los enemigos, que tuvieron que ponerse a resguardo.
Se trataba de ganar tiempo, pensó Higinio. Por aquellas tierras estaban juramentados para acudir unos en auxilio de los otros. Esa era la única forma –hoy por mí, mañana por tí- de asegurarse una defensa que un villorrio en solitario no podía ofrecer. Ellos podían considerarse afortunados. Sus antepasados habían sido prudentes en edificar la Iglesia en lugar tan alto e inaccesible, y generosos con su Dios, de forma que podían resistir un asedio que ninguna partida en algara podía permitirse. Sólo podía rendirse con grandes catapultas cual si se tratara de cualquier fortaleza.
Por la resistencia encontrada, los agarenos andaban desconcertados y se notaba que iban y venían las órdenes y los reproches. Al poco se hizo un silencio tenebroso, y a cubierto del enjambre de las flechas que subían, sin demasiada puntería, hacia el campanario, otros corrían, cubiertos por sus adargas, con haces de leñas y troncos que iban apilando en la base del portón. Higinio husmeó el peligro. Bajó de dos en dos los escalones; desplazó al que se encontraba en la aspillera más cercana a la puerta, tensó el arco y los nervios. Dejó que los musulmanes dejaran su carga de leña. Esperó a que se retiraran y le clavó la flecha a uno en la espalda a la altura de los riñones. El musulmán dio un traspiés y rodó por la cuesta.
- Echad agua a la puerta –ordenó.
- No tenemos más que el agua bendita de la pila –apuntaron.
- No tendrá mejor finalidad que ayudar a salvar al rebaño de Dios –indicó el clérigo. Aquí tengo la jofaina del Jueves Santo.
La llenaron. Abrieron la miralla y vertieron su contenido. Lo hicieron así varias veces, hasta que aparcebidos los asaltantes de la estratagema, acudió uno tratando de herirles con su cimitarra, lo que resultaba de todo punto imposible, pues estaba protegida por la abertura por unos hierros salientes, que actuaban de defensa, mas, por si acaso, la cerraron. El musulmán, ciscado, empezó a maldecir y a aporrear la mirilla. Higinio memorizó la forma en que estaban situados los hierros. Se situó enfrente con el arco bien tensado.
- ¡Abre! –ordenó imperioso.
Nada más ver entrar un rayo de luz, soltó la cuerda y la flecha atravesó la cara del agareno, quien cayó para atrás, sin vida.
La serie de derrotas que estaban sufriendo los musulmanes parecían enfadarles más que desmoralizarles. Así que al poco empujaron un carro lleno de troncos, vigas, paja, piñas y cuanto material inflamable habían encontrado y lo pusieron junto al portón. Ya sólo les faltaba prender fuego para que ardiera como una tea. La puerta era de recio roble y tardaría en consumirse, mas, al fin, cedería. Había que prepararse para lo peor.
Higinio volvió al campanario. Miró a lo lejos. No se veía ninguna fuerza de rescate. Ya no era cuestión de reservarse, así que se situarían en los vanos para aumentar su cadencia de tiro. Dos musulmanes empezaron a correr con antorchas en las manos. Consiguieron acertarles antes de que culminaran su objetivo. Los agarenos se enfurecieron y empezaron a disparar, con rabia, hacia la torre. Uno de los defensores se desplomó inerte al vacío. Siguió un cruce de disparos. Luego en medio del duelo, surgieron a la carrera cuatro sarracenos incendiarios. Higinio mató al primero y otro fue acertado en un muslo, mas aún cojeando, consiguió tirar la antorcha, como sus otros dos compañeros supervivientes. En la retirada, el herido recibió tres flechazos en su costillar, mas a cambio un defensor fue muerto y otro herido en el hombro derecho.
El fuego empezó a chisporrotear y pronto fue fogata incontenible que lamía amenazadora la madera haciéndola crepitar. Se oyeron oraciones intensas y perentorias, y gritos histéricos en la nave. Ahora era cuestión de que no cundiera el pánico. Higinio abandonó su posición en el campanario y volvió a bajar. Hizo que en orden fueran subiendo por la escalera, pegados a la pared, dejando sitio para que los defensores pudieran moverse. A los jóvenes más dispuestos les situó en el coro, para que desde allí hostigaran a los atacantes cuando entraran en la nave. Estos valientes defensores no tendrían a dónde retirarse. Tendrían que combatir hasta perecer. Luego atrancó con el cerrojo la pequeña puerta que daba acceso a la torre del campanario y puso allí a hombres con espada, dispuestos a defender la entrada con su vida. Volvió a subir a la torre. De nuevo la visión fue desalentadora. No se veía ni tan siquiera una nube de polvo que denotara la cabalgada de una hueste de socorro. Tendrían que resistir con sus solas fuerzas. Les iba en ello la vida de sus familias. Siguió asateando con toda la rapidez y la pericia de que era capaz. Una flecha le pasó lamiéndole el carrillo derecho. El atacante estaba entre unos peñascos. Esperó que volviera a aparecer y le acertó entre ojo y ojo.
Los musulmanes empezaron a animarse con gritos de triunfo, pues el fuego había prendido decididamente en la puerta y está no tardaría en resquebrajarse y venirse abajo. El sacerdote dio la absolución y todos se aprestaron a bien morir. Las madres abrazaban a sus hijos para que la cimitarra acabara antes con ellas. Desde la aldea un grupo de musulmanes traían una viga para echar abajo el ardiente portón. Higinio pidió a todos que apuntaran bien. Cuando los asaltantes alcanzaron el rellano, dispararon todos a la vez, la viga cayó de las manos de los agarenos, con dos de ellos retorciéndose por el suelo, mas otros vinieron, la recogieron y golpearon fuerte con el portón que se vino abajo. Los musulmanes volvieron a sus refugios en la ladera, a esperar que el fuego decreciera para poder saltar, en tropel, por encima de él.
Higinio echó una última mirada. Nada. Sólo se veía el fuego de las techumbres de paja de las casas de Pelayos, mas ni una brizna de polvo. Miró hacia adelante para, rodilla en tierra, preparado su arco, disparar, cuando tuvo que frotarse los ojos, como si viera una visión, porque no daba crédito.
Ajenos a su descubrimiento, los agarenos habían echado a correr, con griterío infernal, y habían entrado en descubierta en el interior de la Iglesia.
- ¡Templarios! –Higinio gritó todo lo que daban de sí sus pulmones y las vegas le hicieron eco.
- Buena estratagema –sugirió uno de los desesperados defensores, percibiendo que los asaltantes conocían bien esa palabra.
- No es ningún ardid. Mirad –y señaló a lo alto del collado, donde una docena de templarios se disponían a cargar, lanza en ristre unos, arremolinando sus mazas otros.

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